Carteland: Otra vez sobre los levantamientos campesinos




x Camilo Ruiz


El reciente filme del cineasta americano Matthew Heineman, Narcoland / Tierra de cárteles, parece abocado a volverse el principal relato documental sobre las autodefensas a la fecha, y uno de los más importantes sobre la guerra del narco que desde 2006 azota a nuestro país.
Hay más de una razón para esto: su cobertura del conflicto en Michoacán en general, y de José Manuel Mireles en particular, es sorprendente. La cámara varias veces sigue a las autodefensas en operaciones militares, cazando a los narcos en sus casas de seguridad o en enfrentamientos con los criminales en las calles. Algunas de las escenas con el exlíder de las autodefensas son de una intimidad increíble, en particular en la que Mireles seduce frente a la cámara a una muchacha. Otras son de una honestidad (léase, cinismo) desgarrador: aquélla con la que abre y cierra la cinta, en la que un grupo de fuerzas rurales cocinan metanfetaminas con los uniformes puestos.

Lo anterior por sí sólo amerita ir a verla. Es un ejemplo como pocos de documentalismo valiente, de verdadero periodismo de guerra, Robert Fisk con una cámara. Habiendo dicho esto, el documental provoca una serie de dudas o cuestionamientos de orden más conceptual respecto a su concepción y ordenamiento —por tanto, respecto al fenómeno que busca retratar—. Aquí algunos de ellos:

El primero y más obvio es que la historia con la que Heineman contrapuntea la de los autodefensas no tiene absolutamente nada que ver con esta. Casi la mitad de la película es la historia de un pequeño grupo de yanquis déclassés en Arizona, intentando formar una fuerza militar: de entrada para evitar la entrada de migrantes mexicanos; luego para detener a los narcotraficantes (mexicanos) que transportan droga por sus ranchos y contra los cuales el gobierno americano “ha dejado de luchar”. A lo largo de lo que parecen ser semanas de entrenamiento y expediciones, lo más que logran estos minutemen de buen corazón es detener a un pollero con un puñado de mexicanos.

Entre los jornaleros y campesinos michoacanos armándose para luchar contra Los Templarios y los lobos solitarios americanos cazando fantasmas (fantasmas mexicanos, por supuesto) no hay absolutamente ninguna relación, y su comparación —porque Heineman invita, obliga casi, a compararlos al contar paralelamente las dos historias— en realidad diluye lo peculiar de la gesta de las autodefensas. El primero fue, a pesar de todos los peros que uno le quiera poner, un estallido popular espontáneo y con profundo arraigo. El segundo, la iniciativa de un grupo de blancos imbuidos por la idea de que al final de cuentas siempre ha sido un batallón de soldados el que ha salvado a la civilización

Esta sensación de apocamiento de los rebeldes michoacanos queda acentuada con la última secuencia: uno no puede no tener la sensación de que un movimiento que produce una fuerza policial a su vez dedicada a la producción de drogas sintéticas es un movimiento que, para parafrasear a Mandelshtam, no sirvió para nada.

Es imposible saber si Heineman concibió la comparación entre la historia de las autodefensas y la de los minutemen “buenos” de Arizona como una metáfora moral sobre la ilusoria frontera entre el bien y el mal (como sugiere Javier Betancourt en Proceso); o como una comparación sociológica del fenómeno del armamento contra el narcotráfico. En el primer caso, se trata de una metáfora forzada y demasiado ambigua; en el segundo, de una prueba de que en el fondo, el director no entendió los resortes sociales de lo que estaba filmando.

Es decir, ¿qué fue, en el fondo, el movimiento de las autodefensas? En la simpatía que Heineman muestra hay también una enorme ambigüedad, que es un reflejo de la ambigüedad propia al movimiento: la corrupción de un sector por parte del narco; la institucionalización de la mayoría dentro de una fuerza rural sumisa al estado; la gesta trágica de un Mireles cada vez más aislado y luego finalmente apresado para desaparecer de la vida política del país. Parece, en efecto, difícil conciliar lo anterior con el movimiento que llegó a reunir 15 mil hombres armados y que limpió el sur de Michoacán de templarios en la principal campaña militar que ha visto el país desde 1994.

Para responder a esto hay que entender sus causas: Tierra de Cárteles muestra dos o tres entrevistas con mujeres cuyos hijos y esposos fueron asesinados, raptados o torturados por Los Templarios. Los campesinos michoacanos se unieron a los rebeldes porque eran víctimas de la peor opresión y arbitrariedad —que constantemente desembocaba en el asesinato—. En algún momento Mireles contó que decidió unirse el día que llegaron a su consultorio varias adolescentes embarazadas por narcotraficantes.

Pero hay una cuestión de orden más económico. El núcleo de las autodefensas fueron los limoneros de Tepalcatepec y alrededores: jornaleros, campesinos pequeños y medianos. Su adhesión en bloque se debe a que los Templarios habían extendido sus tentáculos a la distribución del limón e impedían su libre venta y exportación para provocar un alza en los precios. Cuotas extremadamente restrictivas fueron impuestas a los campesinos, y más de una cosecha entera se perdió, al estar prohibida su exportación a Estados Unidos. Las autodefensas, en ese sentido, tenían un objetivo económico: restablecer el libre funcionamiento del mercado del limón al eliminar a los que lo distorsionaban.

Esto también precipitó su caída: la necesidad económica y la rabia popular funcionaron durante un tiempo como substituto al desarrollo de un programa político. Ni Mora, ni el “Papá Pitufo” ni tampoco Mireles lograron desarrollar un programa unificador, ni mucho menos estructuras democráticas de ningún tipo. Tan pronto la maquinaria templaria fue desarticulada y el circuito comercial restablecido, el “¡Fuera Los Templarios!” dejó de ser suficiente para cohesionar a sectores tan disímiles. Si la ceguera programática aunó a su división, la falta de democracia permitió la reconversión de un sector grande en fuerzas rurales o en eslabones del narco —o en ambos—. Las autodefensas, para sobrevivir, necesitaban de su Plan de Ayala.

Pero el documental conduce a un pesimismo extremo e innecesario. A pesar de su desarticulación y cooptación, las autodefensas lograron una cosa, que el restablecimiento de los circuitos de producción y transporte de droga no cancela: Los Templarios fueron destruidos y el narcotráfico en Michoacán tendrá que tomar formas menos violentas si quiere evitar un nuevo alzamiento.





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