El presente es un fragmento del
libro “Marxismo y libertad” de la filósofa Raya Dunayevskaya, donde se detiene
a analizar el tomo I de El Capital para separar apariencia y esencia del
fenómeno a estudiar: El capitalismo.
La revolución industrial, el
progreso de la ciencia natural y el avance tecnológico general revolucionaron
tanto el modo de producción que finalmente surgió un fundamento real para la
libertad, sin embargo, con la división del trabajo –de la cual lo más
monstruoso es la división entre el trabajo intelectual y el manual– surgieron
las sociedades de clases. La separación del trabajo físico e intelectual
interfiere en el desarrollo pleno del hombre. El trabajo en las sociedades de
clases –ya sean esclavistas, feudales o capitalistas– no significa ya el
desarrollo libre de la energía física e intelectual del hombre, sino que es
bajo el capitalismo que ha alcanzado su aspecto más enajenado, donde no sólo el
producto del trabajo está enajenado del obrero, sino que lo está también el
propio acto de producción. Además, ya ha dejado de ser “la primera necesidad de
la vida” para convertirse en un simple medio de vida. El trabajo se ha
convertido en algo penoso que el hombre debe realizar para ganarse la vida, y
no un modo de actividad en la que desarrolle sus potencialidades físicas y
mentales, pues ya no se interesa en el desarrollo de las fuerzas productivas y,
de hecho, las fuerzas productivas parecen desarrollarse independientemente de
él. El trabajo se ha transformado en un medio para crear riqueza y “ya no se
desarrolla junto con el individuo hacia un destino particular”
Lo nuevo en El Capital,
comparado tanto con las primeras obras donde Marx usa el término trabajo
enajenado y clama por “su abolición”, como con la Crítica donde “este ya
no se desarrolla junto con el individuo hacia un destino específico”, es que
ahora Marx va directamente al proceso mismo del trabajo. El análisis del
proceso de trabajo capitalista es la piedra angular de la teoría marxista y es
aquí donde vemos qué tipo de trabajo produce valor –el trabajo
abstracto– y cómo el trabajo individual concreto, con habilidades
específicas, se ve reducido por la disciplina del reloj de la fábrica a
ser simplemente el productor de una masa de trabajo rígida y abstracta.
No existe un ser tal que sea un
“obrero abstracto”: o se es minero, sastre, obrero del acero o se es un
panadero. A pesar de eso, la vil naturaleza de la producción capitalista
es tal que el hombre no es el amo de la máquina; la máquina es el amo del
hombre. A través de la instrumentalidad de la máquina, la que se expresa a sí
misma en el tic-tac del reloj de la fábrica, la habilidad del hombre, ha
llegado a ser ciertamente irrelevante en la medida que cada uno produce una
cantidad dada de productos en un tiempo determinado. El tiempo de trabajo socialmente
necesario es el ayudante de la máquina que cumple la transformación
fantástica de todos los trabajos concretos en una masa abstracta. Las
constantes revoluciones tecnológicas cambian la cantidad de tiempo de
trabajo estipulado como socialmente necesario. Si lo que ayer se producía en
una hora, hoy se produce en media hora, el reloj de la fábrica funciona de
acuerdo con eso y las habilidades específicas no cuentan. Todos deben subordinarse
al tiempo recién establecido como socialmente necesario a ser gastado en las
mercancías, y la competencia en el mercado se encargará de que así sea. Pagado
o no, todo trabajo es un trabajo forzado, cada instante de él.
Algunos marxistas han tratado el
fenómeno del trabajo enajenado como si fuera un remanente de los días
hegelianos del joven Marx, que fue adquirido antes de que lograra salirse de la
jerga filosófica y pasara al “materialismo”. Por otra parte, el Marx
maduro demuestra que ese es el verdadero eje sobre el cual gira, no sólo
la ciencia o la literatura de la economía política, sino el sistema productivo
mismo. No hay nada de intelectual o deductivo acerca del hecho de que las
habilidades individuales del obrero están enajenadas del propio obrero,
convirtiéndose en trabajo social, cuyo único rasgo específico es que es
“humano”. El que logra esta transformación es un proceso laboral muy real y muy
degradante, al cual se le llama fábrica. El concepto que tiene Marx del obrero
degradado en busca de universalidad y de la plenitud de su ser, transformó la
ciencia de la economía política en la ciencia de la liberación humana.
Como hemos demostrado, es una
equivocación considerar al marxismo como “una nueva economía política”. En
verdad, es una crítica de los fundamentos mismos de la economía política, la
que no es otra cosa más que el modo de pensar burgués acerca del modo de
producción burgués. Al introducir al obrero en la economía política,
Marx la transformó de una ciencia que se ocupa de las cosas, tales como
mercancías, dinero, salarios, ganancias, en una que analiza las relaciones
de los hombres en el acto de la producción. Es verdad que el vínculo
fundamental del hombre en este sistema histórico, es decir, transitorio,
llamado sistema capitalista, es el intercambio que hace que las relaciones
sociales entre los hombres aparezcan como relaciones entre cosas. Pero estas
cosas disfrazan, en vez de manifestar la esencia. Separar la esencia –las
relaciones sociales– de la apariencia –el intercambio de cosas– requirió de una
nueva ciencia que fuera al mismo tiempo una filosofía de la historia. Y
este fenómeno nuevo es el marxismo.
David Ricardo había sido incapaz
de liberar su teoría del valor del trabajo de las contradicciones que le
sobrevinieron cuando trató el más importante intercambio entre el capital y el
trabajo. Por otra parte, Marx fue capaz de demostrar cómo la desigualdad surge
de la igualdad del mercado.
Es así, porque en los millones de
mercancías que se intercambian diariamente, una y solamente una, la
fuerza de trabajo, se encuentra incorporada a la persona viva. Un billete de
cinco dólares o un corte de tela tienen el mismo valor en el mercado, que en la
casa, o en la fábrica, o en el bolsillo. La fuerza de trabajo, por otra parte,
primero tiene que ser utilizada y puesta a trabajar en la fábrica, por
consiguiente, el obrero puede y está obligado a trabajar más de lo que cuesta
reproducirse a sí mismo. Cuando se da cuenta de eso, su voz “sofocada por la
tormenta y la violencia del proceso de producción”, exclama: “Eso que desde su
lado parece auto-expansión del valor, desde su posición, es un desgaste extra
de fuerza de trabajo”.78 Es
demasiado tarde, su mercancía, la fuerza de trabajo, ya no le pertenece a él,
sino a quien la compra. Después se le dice, sin miramientos, que puede
marcharse si lo desea, pero mientras esté en la fábrica debe subordinarse al
mando del capitalista, a la máquina y al reloj de la fábrica.
Es lamentable que la fuerza de
trabajo no se pueda desprender del obrero. Si se pudiera, el capitalista
dejaría que este se fuera y usaría solamente la mercancía –la fuerza de
trabajo– que por derecho le pertenece puesto que pagó por ella. De esta manera,
él concluye piadosamente, que no ha violado ninguna ley incluyendo la ley del
valor de David Ricardo.
Y es cierto, la ley funciona en
la fábrica, pero en la fábrica “esta” no es ya una mercancía –“esta” es la
propia actividad, es el trabajo. En verdad, al obrero vivo se le hace
trabajar más allá del valor de su fuerza de trabajo. Su sudor se solidifica en
un trabajo no remunerado y ese es precisamente el “milagro” de la plusvalía:
que la fuerza de trabajo está incorporada en el obrero vivo, quien puede ser y
es, obligado a producir un valor mayor al que él mismo tiene.
La ideología y la economía están
tan integralmente relacionadas con el movimiento histórico como lo están el
contenido y la forma en una obra literaria. Esto se desprende brillantemente de
la obra de análisis más notable de los anales de la economía política: “El
fetichismo de las mercancías”. En esta
sección Marx demuestra que la apariencia de la riqueza capitalista, como
una acumulación de mercancías, no es
un mero espectáculo. La apariencia deslumbra y hace que las relaciones
entre los hombres parezcan participar del “carácter místico de las mercancías”.
Que una relación entre los hombres aparezca como una relación entre cosas es, desde luego,
fantástico. Es característico de la estrechez del pensamiento burgués, el cual
no sólo creó el fetichismo, sino que llegó a ser su víctima. Incluso la economía política clásica, que
descubrió el trabajo como el origen del valor, no pudo escaparse de ser
prisionera de ese “carácter místico de las mercancías”.
Bajo el capitalismo, la relación
entre los hombres aparece como una relación entre cosas porque eso es lo que
“verdaderamente son”. La máquina es el amo del hombre y por lo tanto él
es menos que una cosa. La naturaleza de la producción capitalista es tan
perversa, que el fetichismo fantástico de las mercancías es su verdadera naturaleza.
Marx declara que solamente el trabajo libremente asociado será capaz de
despojar a las mercancías del fetichismo.
Al trazar el desarrollo
dialéctico de este fetichismo, Marx llega a la naturaleza de clase de la
forma del valor, y es entonces cuando se pregunta por primera vez: ¿De
dónde surge el fetichismo?, y responde: “Evidentemente
de la forma misma”. El fetichismo de
las mercancías es el opio que usurpa el lugar de, la mente, la ideología de la
sociedad capitalista, es complemento falso y aprisiona tanto al capitalista
como a su representante intelectual. Ya en el Manifiesto comunista,
Marx mostró que los capitalistas son incapaces de aprehender la verdad de que
el capitalismo es un orden social transitorio, porque ellos y sus ideólogos
transforman en “leyes eternas de la naturaleza y la razón, a las formas
sociales originadas del modo de producción actual”. Debido a .que no ven el
futuro, el orden social que le sigue, no pueden entender el presente. El
conocimiento proletario, por otra parte, entiende la verdad del presente y
debido a que no es una fuerza pasiva, sino activa, al mismo tiempo restablece
la unidad de la teoría y la práctica.
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